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CUANDO MURIO BUENOS AIRES, 1871 (Parte III)

Así vivieron nuestros abuelos y bisabuelos

Muy por lo contrario de lo que se ha dicho, la epidemia demostró que a quienes les pasó lo peor no fue porque se contagiaron, sino porque eran pobres. Esta es la cara oculta de aquellos hechos funestos que golpeó en forma salvaje en los conventillos de San Telmo en donde se hacinaban los recién llegados de Italia, España y otros lugares a quienes se les prometió la más felices de las venturas en estas tierras pero, una vez acá, los esperaba los infames tugurios del sur con sus cuartuchos de madera cuando más, un baño para veinte personas, hacinamiento y promuicuidad.

No se trata cuando afirmamos lo precedente de caer en prejuicios clasistas separando buenos de malos. Hubieron verdaderos hombres con un compromiso de destacar en cada clase social y que como siempre decimos asumieron el la obligación de convertirse en personas. Hombres de las más variadas profesiones, médicos, abogados, arquitectos, higiniestas, políticos, que entendieron que la situación sanitaria en Buenos Aires no daba para más.

El Dr Eduardo Wilde, Ministro de Salud Pública de entonces, tanto como funcionario como en forma particular, vinieron alertando sin escuchar respuestas sobre aquello que se venía dando y que lo anunciaban otras epidemias que golpeaban salvajemente a los porteños como el cólera que unos pocos años antes había alertado sobre el particular pero, claro, el poder económico y político estaba en otra cosa con el tema de la guerra del Paraguay entre otros asuntos propios. Una mención aparte merece el Dr. Argerich, hombre probo, galeno de aquellos, quien dejó asentado su nombre en los pergaminos de la profesionalidad médica.

Pero no todo era como los nombrados y no se puede desconocer ni dejar de mencionar la ambición de ganancia fácil y lucro rápido de otros que les importó muy poco alquilar la cama por horas o las sobaqueras donde los infortunados dormían colgados de una cuerda atada a cada lado de la pared de esos conventillos infames y que tambien habitaban el sur pero que en los momentos de mayor gravedad mudaron al norte dejando los conventillos a merced de los msoquitos que harían estragos en la población pobre de entonces y que nos permite afirmar que fallecieron no porque se contagiaron tan solo sino porque eran pobres.

El sur terminó siendo el reducto donde agolpaban los afros, los inmigrantes, en una cantidad no menor de cuatro o cinco personas en esas piezas de cuatro por cuatro doinde se cocinaba, se planchaba, se dormía cuando no se hacían las necesidades ante algún apuro circunstancial o porque el baño estaba ocupado.

Así le fue a nuestros abuelos y bisabuelos que los trajeron con mentiras de aquella Europa que los perseguía en lo social, en lo político o en lo económico. No vinieron los integrantes de la raza aria, los de tez blanca, rubias cabelleras y ojos claros que eran los idealizados por el poder de entonces que no se cansaba de perseguir y matar a gauchos, indios y pobres en general. En aquellos tiempos la política de «No ahorre sangre de gauchos porque solo sirve para abonar la tierra» había predominado en el ideario de clase reaccionaria y que deberá, alguna vez, explicar la refacción de sus casonas coloniales en conventillos condenando a los necesitados y a los indigentes incluso a vivir con las peores condiciones que alguien se pueda imaginar.

Estas líneas son las primeras conclusiones sobre un tema bien guardado en el baúl de todo aquello que algunos historiadores no han dicho o prefieron callar.

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